Conversación con el olvido (un fragmento)


Extracto de uno de los capítulos de la novela "Guerra ha de haber" que, en forma de relato y bajo el título de "Conversación con el olvido (un fragmento)", resultó ganador del Certamen Juventud y Memoria Histórica 2006.


–Turai nos hizo gran cantidad de fotos, aunque dudo que se conserve ninguna. Probablemente fueron requisadas y destruidas por los colaboracionistas, si no antes incluso de la ocupación. Me regaló una en la que se veía a Sol sonriente y ufano, mostrando al objetivo el puñado de tierra española que guardaba en su bolsillo como una reliquia, inútil pero de incalculable valor para quien la atesora. Yo posaba junto a Sol sin dar apenas crédito a su entusiasmo, nunca terminó de convencerme la fuerza simbólica que concedíamos al suelo patrio. Recuerdo que fui el primero de mi escuálido pelotón en atravesar la frontera, miré atrás y allí estaban, agachándose para recoger la tierra pirenaica y llenar los bolsillos. Yo ya estaba del otro lado y observé la escena como si me fuera ajena, como un espectador de una tragedia que en lugar de ayudar o huir simplemente se queda paralizado. No obstante, y esto te parecerá contradictorio, sí que me dejé seducir por otro gesto similar, en apariencia más pueril que el anterior. Sol siempre conservó su trozo de tierra, con las dificultades que tenía conservar algo material allí. Cada cierto tiempo acercaba la tierra a su nariz y aspiraba el supuesto olor de la España que dejamos atrás, o debería decir que fue España quien nos abandonó, pero estaría abusando del dramatismo de la narración –creo que utilizaba acotaciones como ésta para ponerme nerviosa y suscitar mi objeción, o al menos intentarlo, porque superadas las primeras conversaciones no tardé en comprender que no debía interrumpirle más de lo estrictamente necesario–. Ese gesto de Sol me hace pensar siempre en mi manía de oler los libros recién adquiridos, sabrás a lo que me refiero, reconocer el aroma a imprenta y celulosa, a nuevo, el pulgar desplaza las hojas al tiempo que la nariz recoge el efluvio de las letras. Antes los libros recién impresos salían a la venta con las páginas unidas por la parte superior, se conoce como in tonso, garantía de virginidad para el primer lector, digámoslo así. Ahora eso se ha perdido y la costumbre de olerlos sustituye para mí de alguna manera el ritual de rasgar las páginas una a una. Pero te hablaba del afán de la tierra y de la República portátil que llevábamos a cuestas: no podíamos pensar constantemente en volver, había asuntos más urgentes que atender como la propia supervivencia, y entonces puedes estar segura de que el mejor regalo era seguir vivo, a pesar de las extremas penurias que nos hicieron pasar. Nunca estuve de acuerdo con la rotunda frase de posguerra del viejo amigo Ángel González: "quien no pudo morir continuó andando". Nada de eso, impugno tal aseveración aun compartiendo su amarga ironía. Sólo la decisión consciente de continuar en pie mantuvo a mucha gente con vida, no hablo ni siquiera de la resistencia a la derrota, ya estaba asumida, sino de la idea desnuda de vivir, de no abandonarse y acabar muerto por inanición o por enfermedad, de no volverse loco y enfrentarse a los guardias y acabar con un disparo en el vientre. Y si habíamos de morir en tierra extraña, al menos sería en tierra libre, no en la esclava piel de toro, lista para el sacrificio, en que habían convertido a España. Y ahora he vuelto a caer en la tentación de ponerme dramático, sabrás disculparme.

Apunté una de mis mejores sonrisas, no tanto por la última frase como por su comentario previo sobre el aroma de los libros y de la tierra arrancada del exilio. Juan Donaire disimulaba el olor que desprendía su vejez con una rara colonia que no pude identificar, quizá importada de Inglaterra, en todo caso inconfundible en la mezcla con su decrepitud y con el tabaco que no cesaba de fumar. Para mí ese olor, que a menudo se adhería a mi ropa con preponderancia del tabaco, equivalía a verle sentado en su casa de donde apenas salía, paciente con mis preguntas, generoso en sus respuestas, juguetón siempre con el lenguaje y conmigo.


–No querrás que te aburra con el inventario completo de las penalidades que atravesamos. A Turai le perdimos la pista cuando dejamos Gurs, creyendo que para no volver a verle jamás. Le trasladaban a un campo alemán. Sin embargo, leí en alguna parte que tuvo la fortuna de escapar, permaneciendo en Francia unido a la Resistencia. Prácticamente la misma historia que yo, podría decirse. Luego regresó a su país y se convirtió en cineasta además de continuar con su oficio de fotógrafo. Murió en los noventa. Pero todo esto ya lo sabrás, ¿no es cierto? Eres una buena investigadora. Hubiera querido verle de nuevo, al bribón de Turai.

–Llegué a hacerme con una de sus películas, pero no tenía nada que ver con mi propósito, como era de esperar. ¿Quién era ese Sol de quien me hablaba antes?

–Sol. Tiene gracia porque hoy no sé de nadie que se llame así, salvo en las mujeres que lo usan como apócope de Soledad. Sol. Su nombre al igual que él desaparecidos, convertidos en fantasmas. Me contó que su padre le puso ese nombre en rebeldía hacia los curas, de forma que Sol fue uno de los pocos niños de aquella época que no constaba en registro bautismal alguno. Todavía era un niño cuando le conocí, no llegaba a la mayoría de edad, y supongo que también lo era yo, algo mayor pero igualmente entusiasta y atolondrado, orgulloso de mi incorporación al Servicio de Bibliotecas del Frente. Por su lado, Sol tomó parte en la guerra antes incluso de que comenzara, con sus dos hermanos intervino en el asalto al hotel Colón de Barcelona, conocerás ese episodio –no era así y apuesto a que él lo suponía, pero se deleitaba escuchando mis requerimientos para que continuara hablando, formaba parte del juego. Reconocí mi ignorancia y formulé la subsiguiente pregunta, que quedó suspendida entre nosotros unos segundos mientras Donaire aprovechaba la pausa para reanimar su pipa apagada, un ritual que le pertenecía como a mí ordenarme el pelo, una de esas costumbres maquinales que hacemos sin darnos cuenta–. Bien, me refiero al levantamiento militar del 18 de julio, que en Barcelona comenzó en la madrugada del día siguiente. Las tropas rebeldes, al mando del general Fernández Burriel, controlaron las principales plazas de la ciudad, entre ellas la de Cataluña, e hicieron del hotel Colón su cuartel general. Barcelona no tardó en ser recuperada por los militares fieles a la República, pero el afán del pueblo por derrotar a los fascistas acabó en tragedia, cuando un nutrido grupo de obreros anarquistas, anticipándose a las tropas leales, penetró en tromba en el edificio, con un coste tremendo en vidas. Sol se encontraba entre ellos, creo que allí resultó herido de gravedad uno de sus hermanos. Ya no pudo ni quiso dejar de luchar por la revolución, enrolado primero en las milicias y luego, a regañadientes, como soldado regular cuando aquéllas fueron disueltas. Nos encontramos en el treinta y siete, cuando todavía había esperanza, en una de mis primeras excursiones al frente con el servicio de bibliotecas.

Aunque seguía atenta sus palabras sin apenas levantar la vista del cuaderno, dejé que la grabadora hiciera su trabajo para concentrarme en los gestos de Donaire. Tenía la mirada absorta, enfocada mucho más allá de las volutas de humo, tan lentas que parecían despedidas por sus propios viejos pulmones. Los ojos brillaban al compás del tabaco, con un fulgor del que ya no quedaban sino ascuas. Pero toda su pasión se reunía en una media sonrisa apenas dibujada que no abandonaría en ningún momento, ni siquiera para saborear la pipa. Era un tenue amago de sonrisa que sólo pude verle durante aquellas conversaciones, un gesto que parecía decir "lo recuerdo, estuve allí y, sobre todo, a alguien le importa".