Libros en medio de la guerra


Paco Almena García-Ortega


La casualidad o los caprichos de algún duende literario han querido que hoy me encuentre ante ustedes y haya tenido el placer de conocer a Agustín, autor de esta Guerra ha de haber, que tras sus primeros meses de vida pública, presentamos hoy aquí.

La novela cayó en mis manos hace poco más de un año, como miembro de la comisión de lectura del premio Felipe Trigo, lo que hace que el grupo de cuatro personas que la leímos en su momento, seamos si no los primeros, sí unos de los primeros en leerla. Tremenda responsabilidad, supondrán ustedes, erigirse en juez de excelencias literarias. Tremenda y en un punto dolorosa, si tenemos en cuenta que, a pesar de la diversa calidad de las obras, todas ellas suponen un pequeño milagro; el milagro de una persona que ha dedicado trabajo, tiempo y vida en alumbrar un texto, en urdir con palabras un relato en el que ha dejado parte de su vida y eso, comprenderán ustedes, no es algo que se pueda juzgar: el escritor se juega la vida en el relato y eso no es ponderable, es y debe ser así. Sin peligro, sin temeridad, sin valentía, no hay literatura.

Guerra ha de haber tiene todo eso, tiene valentía, tiene mucho -y esto es una simple intuición de lector- de un autor que ha puesto su vida en el empeño, que ha observado y que ha vivido, y se ha embarcado en una guerra con las armas de la derrota, que son las de la dignidad. Guerra ha de haber es una obra clásica, una novela de aprendizaje y una novela de memoria, reivindicativa y apasionada, comprometida con la lucha de un tiempo que parece huérfano de luchas y que sin embargo se refleja en las luchas del pasado. Rebeca, la joven narradora, activista antiglobalización hace un recorrido por las luchas y reivindicaciones más recientes de aquello que se llamó el pueblo de Seattle. Una sociedad civil que se alzó desnuda de armas contra el sistema y se hace oír desde entonces extramuros de las reuniones del G8 o del FMI, y que tuvo su gran hito en la movilización contra la guerra de Iraq. En su lucha, y en su búsqueda del fotógrafo húngaro Turai, la narradora se encuentra con Juan Donaire, un anciano que conoció el duro exilio de los españoles en los campos del sur de Francia tras la guerra civil y cuyo relato sirve para completar el círculo abierto por Rebeca, hilando así los dos tiempos narrativos de la novela.

Cómo se hilan esos dos tiempos es el motor de toda la novela. Para ello, me interesa recordar cómo hace unos años, entre el grito planetario contra la invasión de Iraq, Raúl del Pozo describía cómo una de las formas de protesta de los manifestantes era hacer sonar sirenas de bombardeo al tiempo que echaban cuerpo a tierra y escribió que el pueblo madrileño tenía memoria genética de los bombardeos. La actualidad se unía así con el pasado. Lo que venía a decir el periodista era que el deseo de los manifestantes aquella tarde en Madrid pasaba por el recuerdo, un recuerdo "genético" de la guerra del 36, y el deseo de que el horror no se repitiera en otro lugar. Ése es, en esencia, el planteamiento inicial de la novela de Agustín: la contraposición o, mejor dicho, la complementariedad de dos tiempos que son dos luchas, dos personajes; por un lado, la narradora, comprometida con la mal llamada antiglobalización y, por otro, el viejo luchador de guerras perdidas, que conduce a Rebeca por los márgenes de una historia que también es la suya, no en un sentido abstracto, ni siquiera épico, sino visceral, puramente emocional, como esa suerte de memoria genética de la que hablaba el periodista madrileño.

Hay mucha historia en esta novela, pero sobre todo hay mucha memoria, y es que es en el terreno de la memoria donde se mueve toda la peripecia de los exiliados españoles que llegaron a la Francia todavía libre de 1939 y sufrieron la dureza de los campos de refugiados. Y se mueve en el terreno de una memoria que es casi el de la evocación, porque el hecho se sitúa en lo que antes he llamado los márgenes de la historia, y aquí me estoy refiriendo a la historia oficial, de la
que se obvian hechos que, como el apresamiento de los republicanos españoles en la Francia libre, suponen una vergonzosa mancha en la historia de un pueblo que se distinguió en los años siguientes por una tenaz lucha de resistencia que era la misma en la que se jugaron la vida los internos de Gurs, Argélès sur Mer y otros campos que más merecen ser llamados de concentración. Ese es el terreno de la novela, y en ese terreno el autor se mueve con presteza en lo simbólico, desentrañándolo y trascendiéndolo. Integrándolo en la interpretación global de la historia para dotarlo de sentido comunicativo y de un profundo compromiso político.

Cuando hablo de símbolo lo hago en el sentido de que, como ya afirmara Umberto Eco, "nunca como hoy la propia actualidad política está impregnada, motivada, abundantemente nutrida por lo simbólico. Comprender los mecanismos de lo simbólico a través de los que nos movemos significa hacer política. No comprenderlos conduce a practicar una política equivocada" (La estrategia de la ilusión, 1996). Naturalmente, el propio Eco no admite la simple reducción de lo político a lo simbólico, sino que lo considera como una dimensión más. En este sentido es en el que Guerra ha de haber es una novela política. A través de lo simbólico se expone un pensamiento político que, en parte, se fragua en imágenes, en una suerte de cuadros narrativos, y lo hace de un modo muy literario y al tiempo muy plástico. La importancia que adquiere la fotografía en el relato resume a la perfección la intencionalidad de una novela que, como la fotografía -aunque esto se podría decir de todo el arte- trabaja con arquetipos, o más bien, con percepciones arquetípicas que se han ido fraguando en la memoria colectiva en forma de imagen y por tanto de símbolo. La imagen se vuelve fundamental para el desentrañamiento de la novela, la imagen como creadora de memoria a lo largo de la modernidad, de hecho como la más poderosa creadora de símbolos válidos para la interpretación de la realidad.

La linealidad del relato de Rebeca se ve quebrada por el encuentro con Donaire, ahí es donde la novela da lo mejor de sí, donde los cuadros arquetípicos se van a revelar como elementos simbólicos capaces de desentrañar la realidad y generar un discurso de enorme complejidad, muy alejado del pensamiento meramente teórico y, a la postre banal, dominante en la actualidad. Agustín, como otros escritores de su generación no elude lo que podríamos llamar la acción directa en literatura, propugna y ejerce una literatura de denuncia; no de una denuncia nostálgica y sentimental, sino de su tiempo, de este tiempo que nos ha tocado y que también tiene sus luchas pendientes. Para ello, el autor acude a las luchas del pasado como quien se mira en un espejo y dota de complejidad narrativa a un relato que se bifurca por un lado hacia el terreno de la memoria y por otro hacia la creación de un pensamiento complejo y coherente con la realidad de un nuevo mundo, de modo que en ambas direcciones la novela se retroalimenta y ofrece claves de interpretación flexibles e intercambiables entre los dos tiempos narrativos. Claves estas que suponen una cierta continuidad, una ilación entre dos tiempos y dos circunstancias muy diversas, y con motivaciones muy distintas. Dos tiempos, en suma, irrepetibles en sí mismos, quizá incluso incomparables, cuya relación va más allá de la mera relación causa efecto, y que aparecen hilados en el relato como ilustración mutua el uno del otro, en una lectura permitida precisamente por el grado de evocación que aquí tiene el pasado; no de fabulación, que esa es otra historia, sino de relato no sistematizado, oral y fluctuante, pero indudablemente cargado de una verdad tan poderosa como la que sería comprobable en acontecimientos más actuales.

Para terminar, una advertencia, en esta novela se van a encontrar con discurso literario complejo y ése es quizá su mejor logro, el gran logro en suma de la mejor literatura y del arte con mayúsculas, que no es otro que proponer estructuras y discursos que alienten la creación de nuevos modos, no de nuevos temas, que esos ya dijo Borges que no eran más de cuatro o cinco en toda la literatura universal. Lo que hace grande a este libro es su prosa voluntariamente sencilla y su discurso también voluntariamente fragmentario, en muchas ocasiones visual y con un trabajo de la temporalidad del relato en fragmentos que imbrican pasado y presente y construye, a su vez, un cimiento ideológico y un razonamiento que en la profundidad del relato se adivina sistemático y sustentado en unos principios moralmente muy sólidos, que la superficialidad de cierta literatura parecía haber desterrado injustamente para siempre. Como otros escritores de esta generación en torno a la treintena, Agustín da un aldabonazo en la conciencia del lector, lanza un grito de compromiso que la peor posmodernidad, la más conservadora, había querido arteramente eliminar de la vida del escritor que no es sino compromiso vital y al límite con su literatura y con la propia vida puesta en juego a cada paso.


Villanueva de la Serena, diciembre de 2008.